En un pequeño pueblo perdido entre montañas, vivió una vez
un ratoncito muy simpático y muy trabajador.
Aquella mañana, lo primero que hizo el ratoncito nada más
despertar, fue dirigirse al arroyo cercano a su casa, donde se cepilló los
dientes y se lavó, sin dejar de frotarse bien las grandes orejas.
Silbando una canción, se alejaba poco después por el camino,
dispuesto a pasar todo el día trabajando en el campo.
–Buenos días –le saludó el conejo, mirando su reloj de
bolsillo, pues se le hacía tarde para abrir su tienda de comestibles.
–Hoy se te han pegado las sábanas –le dijo el ratoncito,
contento de vivir en el pueblo y de llevarse bien con todos sus vecinos.
Llevaba el ratoncito un buen rato trabajando en el campo,
cuando pasó el topo por el camino, pedaleando en su bicicleta.
–¡Hay correo para ti! –gritó–. Es de tu primo, el que vive
en la ciudad –añadió, pues tenía la mala costumbre de leer el correo.
Y le tiró una postal al ratoncito, que éste cogió al vuelo,
mientras el topo se alejaba, quejándose de que aún le quedaba mucho correo por
repartir.
El ratoncito comenzó a leer y no tardó en rascarse la cabeza,
confuso. Su primo lo invitaba a visitarlo y a que se quedara a vivir con él una
temporada.
Cuando el ratoncito regresó aquella tarde a su casa, se
cruzó con el señor Búho, que había terminado las clases en la escuela y paseaba
por el bosque; y pensó que el encuentro le venía como anillo al dedo, pues el
señor Búho había vivido en la ciudad y le podría aconsejar.
–Te gustará vivir en la ciudad –le dijo el señor Búho–,
pero puede ser peligroso que vayas solo.
Sin embargo, cuando el ratoncito llegó a su casa, ya había
decidido que aceptaría la invitación de su primo.
Aquella misma noche, llenó una maleta dos veces más grande
que él y luego consiguió convencer al cascarrabias del cuervo para que lo
llevara en su destartalado taxi al aeropuerto de la pequeña ciudad próxima al
pueblo.
El ratoncito nunca había visto tanta gente como en el
aeropuerto. Los viajeros iban de un lado a otro del vestíbulo, empujando
carritos llenos de maletas.
Arrastrando su enorme maleta, nuestro pequeño amigo logró
llegar al mostrador de su compañía aérea, sin que nadie lo pisara. Luego no
dudó en encaramarse sobre la maleta para entregar su pasaje.
Pero cuando llegó la hora de subir al avión, el decidido
ratoncito viajero no las tenía todas consigo. Así es que, se puso el cinturón
de seguridad y cerró con fuerza los ojos.
Sin embargo, el vuelo se le hizo corto y muy agradable,
gracias a las simpáticas azafatas, que al ratoncito le parecieron unas ratitas
muy atractivas.
En el aeropuerto de la gran ciudad, el ratoncito no vio a
su primo por ningún lado. Supuso que no había ido a esperarlo porque habría
tenido que hacer algo importante.
Muy decidido, se acomodó en el asiento trasero de un taxi
y, poco después, éste se ponía en marcha.
Pero al poco rato, el taxista, un oso grande y peludo,
gesticulaba, muy enfadado.
–¡El tráfico está cada día peor!
El ratoncito se dio entonces cuenta de que estaban parados
y rodeados de coches.
Poco después, viendo que el atochamiento no parecía
acabarse, el ratoncito se dijo que debería utilizar otro medio de transporte
para llegar a casa de su primo.
Por fortuna, no tardó en ver una estación de metro cercana.
Muy contento, porque así podría conocer el metro, bajó las
escaleras mecánicas cargado con su maleta.
En el andén, no cabía ni un alfiler; pero el ratoncito, que
no se arredraba fácilmente, logró abrirse paso.
Fue peor el remedio que la enfermedad, porque cuando llegó
el metro y se abrieron las puertas, entró en el vagón dando traspiés y mucho
más deprisa de lo que hubiera deseado.
Nuestro ratón de campo hizo todo el trayecto aprisionado
entre el trombón del señor Elefante, que iba a tocar en un concierto, y el
cesto de la señora Hipopótamo, que regresaba de las compras.
"Bueno; por lo menos, he llegado", se dijo
cuando, por fin, salió a la calle, una gran avenida, donde, vivía su primo.
Acababa de bajar un pie de la acera, cuando pareció que
todos los coches de la ciudad pasaran juntos, haciendo sonar sus bocinas.
No sabiendo qué hacer, el ratoncito decidió cruzar
corriendo; pero sonó un bocinazo aún más fuerte, que lo dejó clavado en el
centro de la avenida. Un camión enorme cruzó entonces en dirección contraria, a
un palmo de sus narices.
–¡Mira por dónde vas! –le gritó el conductor.
Sin atreverse a avanzar ni a retroceder, se estuvo muy
quieto sobre la raya blanca; luego aprovechó un hueco en el tráfico para cruzar
corriendo y no paró hasta llegar a un callejón.
–¡Eh, chicos! –oyó entonces una voz–. ¡Tenemos visita!
Sin haber recuperado el aliento, el ratoncito alzó la
cabeza y comprobó que había saltado de la sartén para caer en el fuego.
Un gato con aspecto de lavarse sólo cuando llovía le
contemplaba, apoyado de espaldas en una de las paredes del callejón. Otros dos
gatos aún más sucios dejaron de revolver en un cubo de basura y se acercaron a
su compinche.
–¿No os preguntabais hace un momento qué comeríamos hoy?
–dijo éste–. Pues, aquí tenéis la respuesta: ¡ratón tiernecito!
Pero nuestro joven amigo no estaba dispuesto a servir de
comida a aquellos vagabundos. Así es que se despidió de su maleta, pues en
aquellas circunstancias no podía pensar en cargar con ella, y, cogiendo por
sorpresa a los gatos, salió corriendo.
Todavía resoplando por la carrera, alzó la cabeza y vio dos
piernas larguísimas, sobre éstas, una oronda barriga y, al final, unos hombros
enormes, coronados por la cabeza de un perro de grandes y caídas orejas, entre
las que sobresalía una gorra de policía.
–Bus... busco esta dirección –tartamudeó el ratoncito.
El policía, que miraba con cara de muy pocos amigos al
ratoncito, se echó a reír cuando éste le enseñó el papel con la dirección
escrita.
–Estás encima... –le informó, sin dejar de reír y señalando
la tapa de una alcantarilla.
Fue así como el ratón de campo descendió a una alcantarilla
por primera vez en su vida.
Tras recorrer un laberinto de túneles, acabó preguntándoles
a unos ratoncitos que jugaban a navegar en un barco hecho de papel de periódico
por el agua más negra que había visto en su vida.
Cuando, por fin, dio con el agujero donde vivía su primo,
al ratón de campo le faltó tiempo para contarle cuanto le había sucedido desde
que puso los pies en la ciudad.
–Todo esto te ha pasado por tu falta de experiencia. En la
ciudad se puede vivir estupendamente.
–Pues a ti no parece que te vaya muy bien –replicó el ratón
de campo.
–Vivir aquí me permite comer cada día en una casa
distinta... Ahora mismo lo podrás comprobar, puesto que ya es la hora de comer.
Acababan de doblar la esquina de la primera alcantarilla,
cuando el ratón de ciudad se coló por una tubería.
El ratón de campo, resignado con su suerte, se coló también
por el agujero.
¡Entonces sí creyó que el viaje a la ciudad había valido la
pena! Se encontraban en una enorme cocina, en cuyo centro había una mesa
repleta de manjares.
En cuanto los dos primos hubieron trepado a la mesa, el
ratón de ciudad comenzó a dar buena cuenta de un pastel de chocolate; por su
parte, el ratón de campo, que estaba entusiasmado, comenzó a gritar:
–¡Yupiiii! ¡Viva la ciudad!
–¡Chist! –susurró su primo, llevándose un dedo a los
labios.
Pero ya era demasiado tarde. De pronto, se abrió la puerta
de la cocina y asomó su hocico el gato más grande, más negro y más feo que el
ratón pueblerino había visto en su vida.
Los dos primos no tuvieron necesidad de consultarse para
saltar al suelo y echar a correr.
Cuando ya sentían en el pescuezo el aliento del gato, el
ratón de campo vio abierta la ventana de la cocina y saltó al alféizar, seguido
por su primo. Y mientras descendían a toda prisa por la canaleta del desagüe,
le decía:
–¡Yo regreso al campo ahora mismo! ¡Tengo bastante con lo
que he visto en la ciudad!
El ratón de ciudad no podía menos que darle la razón a su
primo. No era la primera vez que corría delante de un gato y ya empezaba a
estar harto de tantos sobresaltos.
–Me iré a vivir contigo al campo –decidió.
Algún tiempo después, los dos primos saboreaban una
deliciosa cena a la puerta de la casa del ratón de campo.
Éste había invitado a su amigo, el conejo, y al señor Búho,
para que conocieran a su primo.
–¡Esto es vida! –exclamó el ratón de ciudad, recostándose,
feliz, en su silla.
–Aunque a ti no te fuera muy bien –le dijo entonces el
señor Búho al ratón de campo–, en la ciudad también hay cosas buenas.
–¡No lo dudo! –replicó el ratón de campo–, pero prefiero un
mendrugo saboreado con tranquilidad en el campo que un banquete rodeado de
peligros en la ciudad.