Institución Educativa Pablo VI

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lunes, 24 de marzo de 2014

LA LAGARTIJA Y EL CIERVO

Dos lagartijas tomaban el sol, encima de un alto muro. Una de ellas dormitaba, amodorrada por el calor. La otra estaba intentando atrapar con su larga lengua los mosquitos que danzaban cerca de ella, cuando vio a un ciervo que salía del bosque cercano. La lagartija se olvidó del banquete que los mosquitos le ofrecían y se puso a admirar al ciervo, pues le llamaba la atención su porte regio y su imponente cornamenta.


Contemplando al hermoso animal la lagartija se sintió descontenta de su suerte y comenzó a quejarse.


- ¡Qué destino tan terrible el de nosotras las lagartijas! - le dijo a su amiga -. Vivimos, es verdad; pero este vivir no es más que un vegetar. Nadie se fija en nosotras; a nadie llamamos la atención. ¿Por qué no habré nacido ciervo?


Pero la lagartija interrumpió bruscamente su discurso al ver que una feroz jauría salía del bosque y atacaba al ciervo. Éste se lanzó a la fuga, pero uno de los perros consiguió saltar a su cuello; cayó al suelo el ciervo, y los perros lo mataron.


Entonces, la lagartija que había estado dormitando le dijo a la otra:


- ¿Aún te cambiarías por ese ciervo? Todo el que sobresale en algo tiene muchos enemigos. Yo creo que vivir modestamente, ignorado del mundo, tiene también sus ventajas.


Y así diciendo, la lagartija volvió a cerrar los ojos, y siguió dormitando al cálido sol del mediodía.


La lagartija que primero había hablado se quedó pensativa y callada. Se tragó una mosca que se puso a su alcance y, de pronto, se sintió muy contenta con su suerte, ya que podía reposar tranquila, en lo alto de un muro, dándose ricos banquetes de mosquitos y de moscas, sin tener enemigos ni a nadie que la envidiara.




Tomado de: http://desvan-lectura.blogspot.com/2011/12/lecturas-de-fabulas-para-segundo-ciclo.html

viernes, 21 de marzo de 2014

EL RATÓN DE CAMPO Y EL RATÓN DE CIUDAD




En un pequeño pueblo perdido entre montañas, vivió una vez un ratoncito muy simpático y muy trabajador.
Aquella mañana, lo primero que hizo el ratoncito nada más despertar, fue dirigirse al arroyo cercano a su casa, donde se cepilló los dientes y se lavó, sin dejar de frotarse bien las grandes orejas.
Silbando una canción, se alejaba poco después por el camino, dispuesto a pasar todo el día trabajando en el campo.
–Buenos días –le saludó el conejo, mirando su reloj de bolsillo, pues se le hacía tarde para abrir su tienda de comestibles.
–Hoy se te han pegado las sábanas –le dijo el ratoncito, contento de vivir en el pueblo y de llevarse bien con todos sus vecinos.
Llevaba el ratoncito un buen rato trabajando en el campo, cuando pasó el topo por el camino, pedaleando en su bicicleta.
–¡Hay correo para ti! –gritó–. Es de tu primo, el que vive en la ciudad –añadió, pues tenía la mala costumbre de leer el correo.
Y le tiró una postal al ratoncito, que éste cogió al vuelo, mientras el topo se alejaba, quejándose de que aún le quedaba mucho correo por repartir.
El ratoncito comenzó a leer y no tardó en rascarse la cabeza, confuso. Su primo lo invitaba a visitarlo y a que se quedara a vivir con él una temporada.
Cuando el ratoncito regresó aquella tarde a su casa, se cruzó con el señor Búho, que había terminado las clases en la escuela y paseaba por el bosque; y pensó que el encuentro le venía como anillo al dedo, pues el señor Búho había vivido en la ciudad y le podría aconsejar.
–Te gustará vivir en la ciudad –le dijo el señor Búho–, pero puede ser peligroso que vayas solo.
Sin embargo, cuando el ratoncito llegó a su casa, ya había decidido que aceptaría la invitación de su primo.
Aquella misma noche, llenó una maleta dos veces más grande que él y luego consiguió convencer al cascarrabias del cuervo para que lo llevara en su destartalado taxi al aeropuerto de la pequeña ciudad próxima al pueblo.
El ratoncito nunca había visto tanta gente como en el aeropuerto. Los viajeros iban de un lado a otro del vestíbulo, empujando carritos llenos de maletas.
Arrastrando su enorme maleta, nuestro pequeño amigo logró llegar al mostrador de su compañía aérea, sin que nadie lo pisara. Luego no dudó en encaramarse sobre la maleta para entregar su pasaje.
Pero cuando llegó la hora de subir al avión, el decidido ratoncito viajero no las tenía todas consigo. Así es que, se puso el cinturón de seguridad y cerró con fuerza los ojos.
Sin embargo, el vuelo se le hizo corto y muy agradable, gracias a las simpáticas azafatas, que al ratoncito le parecieron unas ratitas muy atractivas.
En el aeropuerto de la gran ciudad, el ratoncito no vio a su primo por ningún lado. Supuso que no había ido a esperarlo porque habría tenido que hacer algo importante.
Muy decidido, se acomodó en el asiento trasero de un taxi y, poco después, éste se ponía en marcha.
Pero al poco rato, el taxista, un oso grande y peludo, gesticulaba, muy enfadado.
–¡El tráfico está cada día peor!
El ratoncito se dio entonces cuenta de que estaban parados y rodeados de coches.
Poco después, viendo que el atochamiento no parecía acabarse, el ratoncito se dijo que debería utilizar otro medio de transporte para llegar a casa de su primo.
Por fortuna, no tardó en ver una estación de metro cercana.
Muy contento, porque así podría conocer el metro, bajó las escaleras mecánicas cargado con su maleta.
En el andén, no cabía ni un alfiler; pero el ratoncito, que no se arredraba fácilmente, logró abrirse paso.
Fue peor el remedio que la enfermedad, porque cuando llegó el metro y se abrieron las puertas, entró en el vagón dando traspiés y mucho más deprisa de lo que hubiera deseado.
Nuestro ratón de campo hizo todo el trayecto aprisionado entre el trombón del señor Elefante, que iba a tocar en un concierto, y el cesto de la señora Hipopótamo, que regresaba de las compras.
"Bueno; por lo menos, he llegado", se dijo cuando, por fin, salió a la calle, una gran avenida, donde, vivía su primo.
Acababa de bajar un pie de la acera, cuando pareció que todos los coches de la ciudad pasaran juntos, haciendo sonar sus bocinas.
No sabiendo qué hacer, el ratoncito decidió cruzar corriendo; pero sonó un bocinazo aún más fuerte, que lo dejó clavado en el centro de la avenida. Un camión enorme cruzó entonces en dirección contraria, a un palmo de sus narices.
–¡Mira por dónde vas! –le gritó el conductor.
Sin atreverse a avanzar ni a retroceder, se estuvo muy quieto sobre la raya blanca; luego aprovechó un hueco en el tráfico para cruzar corriendo y no paró hasta llegar a un callejón.
–¡Eh, chicos! –oyó entonces una voz–. ¡Tenemos visita!
Sin haber recuperado el aliento, el ratoncito alzó la cabeza y comprobó que había saltado de la sartén para caer en el fuego.
Un gato con aspecto de lavarse sólo cuando llovía le contemplaba, apoyado de espaldas en una de las paredes del callejón. Otros dos gatos aún más sucios dejaron de revolver en un cubo de basura y se acercaron a su compinche.
–¿No os preguntabais hace un momento qué comeríamos hoy? –dijo éste–. Pues, aquí tenéis la respuesta: ¡ratón tiernecito!
Pero nuestro joven amigo no estaba dispuesto a servir de comida a aquellos vagabundos. Así es que se despidió de su maleta, pues en aquellas circunstancias no podía pensar en cargar con ella, y, cogiendo por sorpresa a los gatos, salió corriendo.
Todavía resoplando por la carrera, alzó la cabeza y vio dos piernas larguísimas, sobre éstas, una oronda barriga y, al final, unos hombros enormes, coronados por la cabeza de un perro de grandes y caídas orejas, entre las que sobresalía una gorra de policía.
–Bus... busco esta dirección –tartamudeó el ratoncito.
El policía, que miraba con cara de muy pocos amigos al ratoncito, se echó a reír cuando éste le enseñó el papel con la dirección escrita.
–Estás encima... –le informó, sin dejar de reír y señalando la tapa de una alcantarilla.
Fue así como el ratón de campo descendió a una alcantarilla por primera vez en su vida.
Tras recorrer un laberinto de túneles, acabó preguntándoles a unos ratoncitos que jugaban a navegar en un barco hecho de papel de periódico por el agua más negra que había visto en su vida.
Cuando, por fin, dio con el agujero donde vivía su primo, al ratón de campo le faltó tiempo para contarle cuanto le había sucedido desde que puso los pies en la ciudad.
–Todo esto te ha pasado por tu falta de experiencia. En la ciudad se puede vivir estupendamente.
–Pues a ti no parece que te vaya muy bien –replicó el ratón de campo.
–Vivir aquí me permite comer cada día en una casa distinta... Ahora mismo lo podrás comprobar, puesto que ya es la hora de comer.
Acababan de doblar la esquina de la primera alcantarilla, cuando el ratón de ciudad se coló por una tubería.
El ratón de campo, resignado con su suerte, se coló también por el agujero.
¡Entonces sí creyó que el viaje a la ciudad había valido la pena! Se encontraban en una enorme cocina, en cuyo centro había una mesa repleta de manjares.
En cuanto los dos primos hubieron trepado a la mesa, el ratón de ciudad comenzó a dar buena cuenta de un pastel de chocolate; por su parte, el ratón de campo, que estaba entusiasmado, comenzó a gritar:
–¡Yupiiii! ¡Viva la ciudad!
–¡Chist! –susurró su primo, llevándose un dedo a los labios.
Pero ya era demasiado tarde. De pronto, se abrió la puerta de la cocina y asomó su hocico el gato más grande, más negro y más feo que el ratón pueblerino había visto en su vida.
Los dos primos no tuvieron necesidad de consultarse para saltar al suelo y echar a correr.
Cuando ya sentían en el pescuezo el aliento del gato, el ratón de campo vio abierta la ventana de la cocina y saltó al alféizar, seguido por su primo. Y mientras descendían a toda prisa por la canaleta del desagüe, le decía:
–¡Yo regreso al campo ahora mismo! ¡Tengo bastante con lo que he visto en la ciudad!
El ratón de ciudad no podía menos que darle la razón a su primo. No era la primera vez que corría delante de un gato y ya empezaba a estar harto de tantos sobresaltos.
–Me iré a vivir contigo al campo –decidió.
Algún tiempo después, los dos primos saboreaban una deliciosa cena a la puerta de la casa del ratón de campo.
Éste había invitado a su amigo, el conejo, y al señor Búho, para que conocieran a su primo.
–¡Esto es vida! –exclamó el ratón de ciudad, recostándose, feliz, en su silla.
–Aunque a ti no te fuera muy bien –le dijo entonces el señor Búho al ratón de campo–, en la ciudad también hay cosas buenas.
–¡No lo dudo! –replicó el ratón de campo–, pero prefiero un mendrugo saboreado con tranquilidad en el campo que un banquete rodeado de peligros en la ciudad.



LA LIEBRE Y LA TORTUGA

La liebre y la tortuga se encontraron una mañana en el bosque.
–¿Puede saberse adónde vas con la casa a cuestas? –preguntó la liebre.
No era la primera vez que la liebre se burlaba de la lentitud de la tortuga. Así es que ésta estiró su largo cuello, muy digna, y respondió:
–Llevar la casa a cuestas es una ventaja. Si me sorprende la noche por el camino, me basta con meterme dentro de mi caparazón ¡y ya estoy en casita! No como tú, que pierdes el resuello corriendo para regresar a tu madriguera.
–¿Que yo pierdo el resuello? –exclamó la liebre–. Si tan segura estás, podríamos echar una carrera un día de éstos.
Harta de las bromas de la liebre, la tortuga aceptó. Luego se alejó, ante el regocijo de la liebre, que se doblaba de risa, viéndola caminar.
Aquella misma tarde, la sorprendente noticia de que la liebre y la tortuga iban a celebrar una carrera había llegado a todos los rincones del bosque.
Por la noche, cuando todos los animales hubieron regresado de su trabajo, acudieron al claro del bosque donde se reunían siempre que tenían que tratar de asuntos importantes.
–¿Una carrera entre la tortuga y la liebre? –tuvo que preguntar por segunda vez el topo, que era algo duro de oído–. Eso no me lo pierdo.
–¡Será una carrera digna de verse! –exclamó el pájaro carpintero–. Podríamos invitar a los animales de los bosques vecinos... ¡y nuestro bosque se haría famoso!
–Bueno, bueno –le interrumpió el puercoespín–. No creo que la tortuga tenga muchas posibilidades; así es que será mejor no invitar a nadie.
Decidieron entre todos que la carrera se celebraría al día siguiente, que era domingo. De ese modo, podrían acudir todos los animales del bosque.
Al día siguiente, el sol también acudió a presenciar la carrera y despertó con sus alegres rayos a todos los animales.
El pájaro carpintero había trabajado toda la noche para pintar las pancartas de salida y de meta. Y a primera hora de la mañana, había colgado la pancarta de salida entre dos árboles. Luego, muy animoso, había pintado una raya blanca entre los dos árboles.
Ante la expectación de todos los animales del bosque, la liebre y la tortuga se acercaron a la línea de salida. Lucían dos llamativos dorsales, que mamá pata había confeccionado para la ocasión.
La tortuga se situó sobre la línea de salida, preparada para iniciar la carrera. Pero la liebre, como si la cosa no fuera con ella, se apoyó en uno de los árboles que sujetaban la pancarta de salida y se dedicó a mordisquearse las uñas.
El ciervo, que había sido elegido juez de la carrera, carraspeó, consciente de su importante papel.
Luego dio la señal de salida.
La tortuga, no muy segura de su éxito y ligeramente arrepentida de haber aceptado participar en la carrera, comenzó a caminar pausadamente. La liebre, por su parte, no echó a correr, como esperaban todos, sino que continuó apoyada en el tronco del árbol.
Los animales del bosque se sintieron desilusionados. La mayoría había acudido para contemplar la fulgurante salida de la liebre.
–Tengo tiempo de comer y hasta de dormir, mientras ella da dos pasos –les explicó la liebre–. Así, pues, no me importa darle una pequeña ventaja.
La liebre continuó todavía un buen rato apoyada en el tronco del árbol. Por fin, ante las protestas del público, que se quejaba de que no había acudido para contemplar cómo la liebre se mordía las uñas, se decidió a empezar la carrera.
Extendió sus ágiles patas y, en menos que canta un gallo, adelantó a la tortuga, que, ahora un pasito, después otro, había recorrido muy pocos metros.
Cuando llevaba un rato corriendo, la liebre pasó junto a un prado.
"¡Qué hambre tengo! –se dijo–. Tengo tiempo de comerme toda la hierba, antes de que la tortuga llegue hasta aquí."
Sin pensárselo dos veces, saltó fuera del camino. Vio entonces a una atractiva ardilla de cola roja, que estaba recogiendo piñones del suelo.
–¿Ya se acabó la carrera? –le preguntó la ardilla a la liebre.
–¿Acabado? No ha hecho más que comenzar –respondió la liebre–. Pero la tortuga camina tan despacio, que me he detenido para comer... y aún me sobrará tiempo para dormir un rato, ¿no crees? –preguntó riendo.
La ardilla no pudo por menos que estar de acuerdo con la liebre. Así, ésta se puso a mordisquear hierba y la ardilla a roer piñones.
Un buen rato después, la ardilla, que se había subido al árbol donde vivía, vio el pausado balancear del caparazón de la tortuga.
La tortuga también tenía hambre. Y de buena gana se hubiera detenido a reponer fuerzas. Pero continuó su lento y constante caminar, ahora una patita, luego la otra.
–¡Eh! –llamó la ardilla a la liebre, que continuaba mordisqueando hierba–. Ya se ve a la tortuga.
De un salto, la liebre volvió al camino y empezó de nuevo a correr.
Corría con un estilo impecable, propio de un campeón de los cien metros planos, ante las aclamaciones de los animales del bosque, que contemplaban la carrera a ambos lados del camino.
Pero pronto la liebre dejó muy atrás a la tortuga.
"Si continúo corriendo así –se dijo entonces la liebre–, voy a llegar a la meta demasiado pronto. Además, puedo ganar a ese caracol con patas sin necesidad de cansarme.
Dicho y hecho. La liebre acortó el paso y caminó tranquilamente durante un rato.
De pronto, se detuvo. Su primo, el conejo, había instalado un puesto de venta de helados, a un lado del camino.
–¡Querida prima! –saludó el conejo a la liebre–. Todo el bosque está pendiente de tu carrera con la tortuga –añadió, mientras pensaba en la cantidad de helados que podría vender–. Pero vamos, acércate. Te prepararé un riquísimo helado.
Mientras la liebre saboreaba un helado delicioso, los dos primos estuvieron hablando de la familia. Así fue como la liebre se enteró de que mamá coneja, la esposa de su primo, había dado a luz a media docena de preciosos conejitos. El conejo y su familia vivían en lo más profundo del bosque, y se pasaban los meses sin que la liebre tuviera noticias de sus primos.
Ya se acababa la liebre el helado, cuando se dio cuenta de que la tortuga estaba a punto de pasar por el camino.
Rápidamente, se despidió de su primo y echó a correr de nuevo.
Pero enseguida notó que empezaba a sudar y se detuvo. Vio entonces un riachuelo muy cerca; se acercó y bebió casi hasta secarlo. Luego se incorporó y miró a lo lejos. A menos de un tiro de piedra de donde se encontraba, se veía la pancarta de la línea de meta.
Pero en lugar de correr los metros que le faltaban, la liebre se dijo que tenía tiempo de echar una siestecita antes de que llegara la tortuga.
Se sentó, pues, sobre la hierba, se apoyó en el tronco de un árbol y, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó dormida.
El sueño de la liebre fue tan agradable, que durmió hasta el atardecer.
–¡Qué bien he dormido! –exclamó, por fin, desperezándose.
Luego se puso en pie e hizo varios ejercicios gimnásticos, para desentumecer los músculos.
"¿Dónde estará la tortuga? –se acordó de pronto–. ¡Bah! Seguramente debe haber comprendido que es imposible ganarme y se habrá retirado de la carrera."
Diciéndose esto, la liebre volvió al camino, dispuesta a recorrer el último trecho de la carrera.
Estaba tan segura de su triunfo que, aunque faltaban pocos metros para la meta, se dijo que sería mejor no correr demasiado para corresponder al recibimiento que, de seguro, le dispensarían los animales del bosque. Pero su entusiasmo se trocó en sorpresa cuando, a medida que se acercaba a la meta, no oía aclamaciones ni aplausos. Y de la sorpresa paso a la alarma, cuando, al cruzar la meta, comprobó que ninguno de los animales estaba allí para recibirla.
Muy extrañada, miró a un lado y a otro; pero por más que buscó, no vio a ningún animal por los alrededores.
La liebre no sabía ya dónde mirar, cuando oyó una voz a sus espaldas, que le preguntaba:
–¿Me buscas a mí?
Era la tortuga, muy tranquila y descansada, que, despacito, despacito, pero caminando sin parar, había llegado a la meta hacía varias horas, mientras la liebre estaba durmiendo.
Ella y los demás animales del bosque llevaban tanto tiempo esperando a la liebre, que se habían decidido por dirigirse a un claro del bosque para celebrar un banquete en honor de la tortuga.
¿Me creeréis si os digo que la liebre no volvió a presumir en su vida?


jueves, 20 de marzo de 2014

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